La pelea entre el Gobierno Nacional y la Ciudad Autónoma de Buenos Aires escribió este mes un nuevo episodio de una larga saga. Intentar aislar este episodio y considerar sólo los aspectos jurídicos (al fin y al cabo, resurgió a raíz de un fallo de la Corte Suprema de Justicia) es abordarlo dese una mirada parcial. Lo mismo ocurre con los condimentos políticos o los económicos. La ley de coparticipación federal de impuestos es la prenda de esta pelea, pero también es una vieja deuda de la política que no supo, no pudo o no quiso solucionar de una vez la distribución de los recursos tributarios.
Juntos. Si hay una institución del núcleo duro de las agrupaciones políticas se deberían sentir responsables es la reforma constitucional de 1994. Cristina Fernández de Kirchner, Eduardo Duhalde, Horacio Rosatti, Juan Carlos Maqueda, Eugenio Zaffaroni, Carlos Corach, Elisa Carrió, sólo para citar algunos nombres, fueron convencionales constituyentes. También los líderes ya fallecidos Raúl Alfonsín, Álvaro Alsogaray y Antonio Cafiero. Casi una muestra del diálogo político que desembocó en un consenso muy amplio en casi todos los temas. Pero hubo otros en que los constituyentes, con tal de no abrir grietas en los acuerdos alcanzados, postergaron su tratamiento derivándolo al Congreso que dictaría leyes especiales. Pelota afuera con tal de obtener lo que cada grupo buscaba: reelección por única vez, sistema electoral directo, tercer senador para la minoría y la autonomía política de la Ciudad de Buenos Aires. El actual presidente de la Corte, Horario Rosatti, reconoció que ese fue uno de los grandes baches de aquella reforma: postergar un acuerdo político que nunca se produjo para repartir recursos fiscales.
Ya pasaron 28 años y la mentada ley que tenía plazo de ejecución en 1996, nunca se votó. Si, en cambio, parches para modificar los coeficientes que le corresponden a cada jurisdicción (23 provincias y la CABA) y que tienen un antecedente en la Ley de Coparticipación Federal de Impuestos de 1988, fruto también de un pacto entre el alfonsinismo y el peronismo que ya gobernaba Buenos Aires. Justamente esta jurisdicción fue el pato de la boda en el curioso sistema de reparto de los recursos tributarios: cedió 6 puntos más de lo que recibía y como compensación, años más tarde, Carlos Menem le otorgaría el “Fondo del Conurbano” que eran $600 millones y que la inflación posterior a 2002 fue licuando impiadosamente. A partir de ese momento, siempre estuvo la mano amiga para brincar recursos en forma discrecional a través de los Aportes del Tesoro Nacional (ATN) o financiar planes de obras públicas en municipios o provincias que de otra manera deberían esperar su turno. Un “toma y daca” que, en los hechos, dejó de lado el federalismo fiscal. Una nueva ley de coparticipación con valores consensuados y automáticos sólo sería posible con el acuerdo de todas las provincias: basta que una lo bloquee para que siga como hasta ahora, a corrección y parche.
Tributos. Los impuestos están clasificados en directos e indirectos. Los primeros son los que gravan un patrimonio o un ingreso y se visualizan como tales: Ganancias, Bienes Personales, Inmobiliario o Patentes. Los indirectos, que se aplican sobre el valor de un bien o un consumo y pueden esconderse detrás del precio final: sobre los combustibles, IVA, derechos de exportación (retenciones), de importación (aranceles), etc. En un sistema federal, como el argentino, se debe organizar la jurisdicción de cada estado (provincial y nacional) para ver quién cobra qué tipo de impuestos. Pero a medida que se quería simplificar la administración tributaria, se procedieron a una ventanilla de cobranza única (la AFIP) y una distribución para evitar la doble imposición.
Otro problema “histórico” fue la creación de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires como jurisdicción equivalente a una provincia que a partir de 1996 comenzó a absorber funciones que el Gobierno Nacional tenía en ese territorio. Como el transporte, la Justicia (al menos una parte), la Justicia y, lo último, la seguridad, causa del conflicto con el poder central. Se supone que dichos recursos deberían sustraerse de lo destinado a la Nación y no al resto de las provincias, porque habría un “ahorro” por no destinar efectivos para la Policía Federal, por ejemplo.
Cuentas. El mejor ejemplo es el del IVA, cuya generalización a partir de los 90 trajo aparejada una racionalización, pero también le dio pie a muchas provincias a que buscaran fondos extras con dos impuestos: Sellos e Ingresos Brutos, que explican el 80% de la recaudación tributaria del promedio de las provincias. De poco sirve que el consenso de economistas y contadores lo etiqueten como el más perverso de los impuestos, candidato, además, a figurar en los objetivos a minimizar en cualquier memorándum de entendimiento con el FMI o el Banco Mundial. A diferencia del IVA, es un gravamen que paga el consumidor y que no se puede descargar, por lo que produce un efecto “cascada” al resto de la cadena productiva.
La suma final siempre en 100 cuando se sacan porcentajes. Es decir, que un primer paso en la distribución de los impuestos “coparticipables” es saber cuánto se queda la Nación y cuánto el total de las provincias. Luego viene el coeficiente que aplica cada una sobre la base de diversos indicadores, para obtener el resultado final.
La primera diferencia es que no son proporcionales a la cantidad de población, que sería una cuenta muy simple. También intervienen otros factores como nivel de ingreso, densidad de población, por citar algunos, que hace que los valores tengan alteraciones. ¿Quiénes ganan? Generalmente dos tipos de provincias: las del Norte “pobre” y las del Sur “ricas”, en desmedro de la franja productiva del centro del país y, sobre todo, de la Provincia de Buenos Aires más la Ciudad. Según un cálculo de IDESA, en lo que va de 2022, en las primeras vive el 22% de la población y reciben el 34% de los recursos coparticipados; en las del centro y sur vive el 33% de la población y reciben el 41% y en la zona metropolitana vive el 45% de la población y reciben solo el 25% de la masa de coparticipación para las provincias. Con estas cifras, la supuesta pelea entre la Provincia y la Ciudad de Buenos Aires es un juego distracción para evitar el conflicto de fondo: los distritos que generan recursos vs los que los absorben. El economista Jorge Colina no tiene dudas: no hay forma de discutir una nueva coparticipación porque es un juego de “suma cero” responsable de la decadencia y el atraso. “Hay que eliminarla directamente e ir a un sistema como el anterior a las leyes de distribución, en que ciertos impuestos financian a la Nación (Aduana, Ganancias y Seguridad Social) y otros para las provincias (el IVA en su totalidad, los que gravan al patrimonio)”, explica.
En el último informe sobre la distribución de recursos tributarios, el IARAF apunta un dato interesante para las arcas provinciales. El impuesto a las Ganancias creció un 17,5% real interanual: el gobierno nacional envió al consolidado de provincias más CABA $688.634 millones en concepto de coparticipación, leyes especiales y compensación, frente a $334.241 millones de igual periodo del año anterior. Y al considerar la performance de cada jurisdicción en particular, CABA fue la de mayor crecimiento real (+8,6%) mientras que otras como Catamarca (+7,1%) y Buenos Aires (+5%). Su director, el economista Nadin Argañaraz, subraya que, en el esquema de organización de un país federal, es esencial la distribución de responsabilidad que tiene cada uno en la provisión de bienes públicos y la distribución del financiamiento. Argentina hace muchos años debería tener una nueva ley de coparticipación federal, que sigue pendiente y lo que está vigente se hace a través de ponderadores fijos sin un sustento sólido detrás. “Lo que se debe buscar son mecanismos que garanticen un principio de equidad que no perjudique la creación de actividad económico”, concluye.
Esto, volcado en una planilla Excel es una cosa, pero la automaticidad implica mayor autonomía real y el rol de muchos gobernadores en ser laxos para cobrar impuestos directos y pedir obras o servicios a cargo de la Nación, los introduce bajo un paraguas de irresponsabilidad fiscal para ganar votos en el corto plazo, pero que los va convirtiendo en una economía vasalla del Poder Ejecutivo Nacional.