Introducción
Motiva este comentario una serie de resoluciones cautelares dictadas por el Juzgado Nacional de Primera Instancia en lo Comercial N° 3, Secretaría N° 6, en los autos caratulados “Negri, Alejandro Pablo c/ Repúblicas de Barracas S.R.L. y otros s/ ordinario” (Expediente N° 9257/2021), que fueron consentidas por las partes.
El caso consistió en un conflicto societario entre una madre y su hijastro, quienes vivían de una farmacia explotada por una sociedad de responsabilidad limitada, de la cual ambos eran cuotapartistas. La madre también era socia gerente. Muerto el padre comenzó el diferendo, el cual escaló hasta iniciarse demandas recíprocas en el ámbito comercial, penal y sucesorio.
En lo que interesa a este análisis, además de otras acertadas medidas, el juzgado comercial ordenó una veeduría a fin de obtener claridad sobre la situación interna del ente y lo ocurrido en su seno, a raíz de la denuncia, por parte del actor, del incumplimiento del deber de información por los codemandados.
El informe del veedor corroboró las irregularidades denunciadas y destacó que los demandados habían celebrado una reunión de socios en la que aprobaron los estados contables de un ejercicio económico controvertido por el demandante así como la promoción de una acción penal contra éste, sin haber convocado al accionante ni al propio funcionario judicial, pese a conocer su designación. Sobre esa base, el juzgado consideró que el conflicto planteado era suficientemente grave para encarecer la medida, motivo por el cual la transformó en una coadministración.
Con posterioridad, el co-administrador judicial informó que la socia gerente había decidido unilateralmente interrumpir la prestación del servicio al público sin haber puesto tal decisión a consideración de dicho funcionario (quien tenía derecho de veto respecto de las decisiones del órgano de administración); y, citada por el tribunal a una audiencia de explicaciones, la socia gerente no compareció.
Dado ello, tras recordar la gradualidad con que se había dispuesto la medida en las resoluciones precedentes y destacar el sensible servicio que el comercio ofrecía a toda la comunidad, el juzgado consideró procedente agravar la coadministración para transformarla en una administración judicial plena, habida cuenta, además, el funcionamiento irregular del ente y el estado de incertidumbre que el escenario planteado conllevaba en cuanto a la conducción de los negocios societarios.
Esta secuencia inusual de agravamiento gradual de la intervención decretada resulta propicia para recordar ciertos aspectos relativos al principio de progresividad en materia de intervención cautelar, dada su evidente utilidad práctica cuando se lo aplica con acertado criterio, como en este caso ocurrió.
El régimen cautelar general
En tanto medida cautelar, la intervención judicial se nutre del régimen general en materia precautoria que proveen los códigos locales y de fondo. En ese contexto y en cuanto deviene relevante para este análisis, resultan particularmente destacables dos pautas rectoras esenciales, que informan y articulan el principio de progresividad en materia de intervención judicial societaria, que con el deber de no provocar daños innecesarios al cautelado y el principio de mutabilidad de las medidas precautorias.
Es sabido que toda cautelar importa adelantar un pronunciamiento jurisdiccional sobre la verosimilitud del derecho invocado, en un estado generalmente embrionario del proceso y en base a elementos de juicio provistos sólo por el interesado, sin audiencia de la otra parte. Su procedencia es, por lo tanto, verdaderamente excepcional, y su alcance debe acotarse a lo que resulte estrictamente necesario para cumplir su finalidad de resguardar la eficacia de la sentencia definitiva, evitando perjuicios innecesarios al sujeto pasivo contra el cual se dirige.
De su lado, el deber de evitar perjuicios innecesarios al cautelado es un pilar básico de nuestro ordenamiento jurídico, como derivación del precepto alterum non laedere. Encuentra recepción positiva en el art. 1710, inc. e, del Código Civil y Comercial de la Nación, el cual impone a toda persona el deber de evitar un daño injustificado, en cuanto de ella depende.
Por último, la mutabilidad propia de las cautelares deriva de su carácter provisional, el cual determina que subsisten en tanto persistan las circunstancias de hecho que hubiera motivado su dictado, pudiendo ser suprimidas (art. 202 C.P.C.C.N.), modificadas (art. 203 C.P.C.C.N.) o restablecidas[1], conforme tales circunstancias varíen.
Ambos principios se subsumen en la facultad reconocida a los jueces de disponer una medida precautoria distinta de la solicitada, o limitarla (art. 203 C.P.C.C.N.), e incluso modificarla de oficio, si con ello se garantiza la igualdad de los litigantes y se evita un daño inmerecido al sujeto pasivo (art. 202 C.P.C.C.N.)
La vigencia práctica de esta manda requiere de un cuidadoso análisis fáctico de cada caso concreto por parte de la jurisdicción, incluso con apartamiento del principio de congruencia si fuera necesario, a fin de establecer cuál es la medida cautelar más adecuada para compatibilizar el efectivo aseguramiento del derecho que se intenta preservar, con la prerrogativa del destinatario de la medida de no sufrir perjuicios innecesarios en su persona o en sus bienes, como consecuencia de la decisión preventiva[2].
La intervención judicial
Acotado su análisis al ámbito societario, se trata de una cautelar de carácter contencioso[3], específicamente aplicable a las situaciones planteadas en relación con la administración del ente, por haber incurrido o estar próximos a incurrir sus administradores en actos u omisiones que pongan en grave peligro a la sociedad (art. 113 LGS).
Tiene en mira el interés social y las relaciones intrasocietarias, a diferencia de la intervención genérica de los códigos procesales locales, que apuntan, además, a los intereses individuales de los socios, de terceros y a las relaciones societarias externas[4]. No es ni puede ser utilizado como un instrumento de protección exclusivamente de los intereses particulares del peticionario ni, menos aún, para solucionar discrepancias entre los socios.
Su procedencia requiere acreditar (i) la calidad de socio del peticionario, si bien también ha sido admitida de manera excepcional frente al pedido del órgano de fiscalización interna[5] e incluso de la autoridad de contralor en los supuestos del art. 303, inc. 2, LGS, (ii) el peligro en la demora, dado en forma general por toda situación que afecte en forma grave y potencialmente irreversible la gestión empresarial, su patrimonio o normal operación, o incluso su existencia, con riesgo de daño irreparable para la sociedad, cuestión que deberá evaluarse caso por caso[6], (iii) la gravedad de la situación que se intenta conjurar, recaudo que va asociado indisolublemente con el peligro en la demora, (iv) el agotamiento de los recursos acordados por el contrato social, salvo que se acredite objetivamente la imposibilidad de agotarlos o de ejercer el peticionario sus derechos aun en ese marco[7] y (v) la promoción de la acción de remoción, cuyo eventual resultado favorable tiende a resguardar, dado el carácter accesorio e instrumental de la medida, propio de su naturaleza cautelar (art. 114 LGS, primera parte). Asimismo, deben cumplirse los demás requisitos propios de toda cautelar previstos por los código procesales locales en tanto resulten compatibles con la LGS, pues la aplicación de aquéllos es subsidiaria de ésta (art. 222 C.P.C.C.N.).
Son legitimados pasivos el administrador cuya remoción se persigue y la sociedad.
Si es admitida, requiere la previa constitución de la contracautela que el juez determine, generalmente real y no meramente juratoria, de acuerdo con las circunstancias del caso, los perjuicios que la medida pueda causar a la sociedad y las costas causídicas (arts. 116 LGS y 225, inc. 4, C.P.C.C.N. ).
La misión del interventor, sus atribuciones y duración las fija el órgano jurisdiccional que la dispone. Tales facultades no pueden ser mayores que aquéllas que la ley societaria o el contrato social otorgan a los administradores, mientras que el término de la intervención puede ser prorrogado mediante información sumaria de su necesidad (art. 115, segunda parte, LGS).
La progresividad como pauta rectora de la intervención judicial
Somos de la opinión que la procedencia de toda intervención judicial debe ameritarse con estricta sujeción al principio de progresividad, entendido como la aplicación gradual, cautelosa y mesurada de la medida, en tanto las circunstancias del caso lo permitan[8].
Esto último debe subrayarse pues es cierto que, a diferencia del conflicto que comentamos, la realidad presenta muchos otros supuestos en los que tal modulación no es posible, sino que, por su complejidad, urgencia y gravedad, es necesario aplicar necesariamente una determinada clase de intervención agravada, sin pasar antes por las modalidades más benignas, lo cual es perfectamente válido y posible.
Lo que queremos destacar, en cambio, es que, en tanto sea factible aplicar la intervención de manera paulatina sin riesgo alguno de los derechos que se intentan resguardar, es preferible hacerlo de ese modo e ir incrementando su intensidad a medida que resulte estrictamente necesario, dadas las particulares consecuencias que toda intervención conlleva.
En efecto, la progresividad que postulamos responde a dos hechos comprobados en la práctica, consistentes en que toda intervención supone una alteración en el desenvolvimiento natural de la sociedad, pues trastoca con mayor o menor intensidad (según el grado) el régimen de administración que los socios determinaron en el instrumento constitutivo, ejerciendo su voluntad autónoma; y supone también un impacto en su faz externa, pues una sociedad intervenida (incluso en el grado más leve) porta un estigma que afecta su reputación y, por ende, su crédito, con las consiguientes implicancias comerciales, económicas y financieras que ello conlleva para el normal desarrollo de su actividad[9].
Se trata de evitar entonces que la intervención cause un daño mayor que el que se intenta conjurar[10], en observancia del señalado deber formal y sustancial propio de toda cautelar, de evitar perjuicios innecesarios al ente como sujeto pasivo de la medida.
De allí que si bien el juez tiene amplio criterio para discernir el tipo de intervención aplicable conforme a las circunstancias particulares del caso, e incluso para variar o ajustar algunas modalidades o aspectos de la intervención regulada por la LGS en miras a la mejor tutela del derecho que se pretende resguardar[11], debe tener siempre en mente su carácter restrictivo y excepcional (arts. 225, inc. 1, C.P.C.C.N. y 114, segunda parte, LGS) y la protección del interés social, evitando afectar el prestigio de la sociedad, su patrimonio o incluso su existencia.
Y de la misma manera en que la procedencia de la medida es de carácter restrictivo, creemos que su agravamiento progresivo también debe operar con el mismo temperamento, en razón de concurrir en ambos casos las mismas circunstancias que así lo imponen.
En línea con esta interpretación, el citado art. 114 LGS establece que la situación que motiva el pedido debe ser grave y deben haberse agotado infructuosamente los recursos acordados por el contrato social para neutralizarla, además de tener que concurrir los demás presupuestos ya señalados. Son todos requisitos calificados, destinados a impedir que la seria conmoción endógena y exógena que genera la intromisión jurisdiccional que toda intervención supone se disponga sin el cuidado y la prudencia que su gravedad exigen.
Producto de la misma pauta rectora, la LGS enumera los distintos tipos de intervención siguiendo un criterio progresivo de gravedad de la medida, dependiendo de la inmediatez del peligro para el interés de la sociedad. Comienza así por la más leve para culminar con la más seria desde el punto de vista de la intensidad que reviste la injerencia del interventor designado, la cual puede ir desde la sola preparación de informes al juez de la causa sobre la marcha de los negocios sociales en base a la información que se requiera a sus administradores, hasta el ejercicio de la gestión conjunta con éstos o, directamente, con exclusión de los administradores naturales.
Conclusión
La procedencia de toda intervención judicial debe analizarse conforme a las circunstancias propias de cada caso y del derecho cuyo desconocimiento se invoca, a fin de establecer, en consonancia con ello, cuál es el grado más apropiado en el que debe ser impuesta[12]. En tanto el contexto fáctico y jurídico lo permita, debe procurarse comenzar por la más leve para ir agravándola de manera paulatina sólo en caso de ser estrictamente necesario.
Esa plasticidad es factible gracias a su provisoriedad y a la mutabilidad o flexibilidad propia de toda cautelar. Ello permite revocarla o modificarla, atenuando o incrementando sus alcances, en cualquier estado de la causa[13].
De su lado, la prudencia con que debe ser aplicada deviene del carácter excepcional que la ley especial le asigna a la medida habida cuenta sus graves efectos internos y externos para el ente intervenido y del principio alterum non laedere que consagran la legislación común, de fondo y de forma.
El caso en comentario llevó a cabo una acertada modulación de la medida contemplando todos estos aspectos, lo cual le permitió al juez ir obteniendo un conocimiento progresivo y fidedigno de lo que ocurría en la sociedad, sin invadir totalmente su administración. Sólo hizo esto último cuando fue realmente necesario, respetando su autonomía de gestión hasta último momento.
Es un virtuoso ejemplo de cómo debe aplicarse este instituto en la práctica, pues supo conciliar de manera armónica el intrincado universo de intereses contrapuestos comprometidos, brindando una adecuada respuesta jurisdiccional a la problemática jurídica planteada.
Autor: MARTIN TORRES GIROTTI
Fuente: www.abogados.com.ar