El debate sobre la presión fiscal en nuestro país sigue siendo un tema de gran relevancia. Más allá de las discusiones técnicas sobre cómo equilibrar las cuentas públicas, este asunto pone en jaque conceptos fundamentales como el contrato social y la legitimidad de las políticas fiscales.
Un vecino del conurbano bonaerense ilustró, sin saberlo, uno de los puntos neurálgicos del problema. Consultado por los cortes reiterados de energía eléctrica, confesó que él y todo su barrio estaban «colgados» del sistema eléctrico. Esta anécdota evidencia una desconexión profunda entre el ciudadano, las cargas públicas y los servicios que debería recibir a cambio.
La mayoría de los argentinos desconocemos cuánto pagamos en impuestos por los bienes y servicios que consumimos. Sabemos del impuesto al valor agregado (IVA), pero no más. Tampoco sabemos quién se beneficia de lo recaudado, cómo se aplica y cuánto se pierde por corrupción. Esta falta de transparencia fomenta una apatía generalizada, donde el ciudadano pierde interés en exigir un uso eficiente y justo de sus aportes. Así en los sectores menos beneficiados, el flagelo de la alta inflación ha hecho estragos, ya que el aumento permanente de precios se convierte en un impuesto totalmente inequitativo.
El concepto de contrato social, popularizado por Jean-Jacques Rousseau, nos recuerda que la legitimidad del poder político radica en su capacidad de representar la voluntad general. Este pacto implícito debería garantizar libertad, igualdad y fraternidad, pero hoy vemos cómo la presión fiscal distorsiona esa relación, dejando en evidencia grietas en nuestro sistema de cargas públicas, producto –entre otros- por la alta corrupción imperante.
Rousseau también destaca la importancia de la educación y la moralidad para la creación de una sociedad justa. Creía que los ciudadanos deben ser educados en los valores del bien común y la participación cívica.
La historia nos enseña que cuando el pueblo se siente ignorado, las consecuencias pueden ser profundas. La Revolución Francesa es un ejemplo paradigmático: la toma de la Bastilla marcó el fin del despotismo y el inicio de una nueva era de derechos y participación. En aquel entonces, los ciudadanos lucharon por acabar con los privilegios de una élite y por construir una sociedad más justa.
Entre todos los cambios que trajo consigo la Revolución francesa se puede destacar la profunda transformación que empezaron a experimentar los modos de producción, con la implantación de la ley de la oferta y la demanda y con el veto de la intervención estatal en asuntos económicos.
En este nuevo contexto económico y social, la pujante burguesía pasaría a ocupar el lugar que había dejado vacante la aristocracia como clase dirigente. Y es que la Revolución francesa permitió que por primera vez a los más humildes tener ciertos derechos.
La famosa consigna “Libertad, igualdad, fraternidad o la muerte” daría pie a la primera Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano (26 de agosto de 1789), que inspiraría la actual carta de Derechos Humanos.
Entre otras cosas, por primera vez se empezó a legislar para todo el mundo por igual sin distinguir su procedencia social, credo o raza, y se abolió la prisión por deudas. Todo ello desembocó en la promulgación de la primera constitución francesa el 3 de septiembre de 1791, una carta magna que garantizaba los derechos adquiridos durante el proceso revolucionario y reflejaba el espíritu liberal de la economía y la sociedad.
¿Es demasiado imaginar que el debate fiscal actual podría ser el inicio de un cambio cultural?
Hoy, más que nunca, necesitamos replantear nuestro contrato social. La sociedad debe conocer cuánto de su esfuerzo financia al Estado, quiénes son los verdaderos destinatarios de esos recursos y cómo se usan. Solo así será posible desterrar privilegios y desvíos, y recuperar la confianza en un sistema que debería priorizar el bienestar colectivo.
Porque, como diría Rousseau, la libertad solo puede existir en una sociedad donde los ciudadanos participan activamente en la creación de las leyes que los gobiernan. Y para ello, es necesario iluminar las sombras que aún persisten en la relación entre Estado y contribuyentes.
La transformación cultural que necesitamos no es una utopía: es una obligación. Donde hay una necesidad, hay un derecho. Pero también hay un ciudadano que pierde parte de su trabajo para hacerlo realidad.
Autor: Héctor Tristán
Fuente: Revista Horizonte